La otra cara de la inocencia
Segunda parte de la bilogía Inocencia perdida.
La vida de Clara ha sido un caos desde su nacimiento, todo por culpa de Esther, su madre.
En ésta segunda parte podréis ver las consecuencias de todo ese caos en la joven. Su huida y refugio en plena naturaleza, una venganza que nadie esperaba y algunos personajes nuevos que darán giros inesperados a la obra.
LEE EL PRIMER CAPITULO: LA HUÍDA
Esther entró en su casa y se lavó las manos. No quería que Clara viese los restos de sangre que le quedaban después de terminar con la vida de César, el hombre que le había marcado la vida y que pretendía, también, marcar la vida de su hija; se juró en aquel momento que nadie haría daño a su pequeña, mientras ella pudiera evitarlo. Abrió despacio la puerta de la habitación de Clara viendo cómo seguía desnuda, envuelta con la sábana y abrazada a su almohada, sollozando. La pena le rompía el alma. Era tan joven y bonita... Tenía la melena alborotada y sus ojos pardos ahora se veían rojos de tanto llorar.
Esther era consciente de que su hija había sufrido una vida
llena de desdicha por su culpa, creciendo entre prostitutas y hombres que no
distinguían el trato a un perro al de a una mujer. Esther pasó toda su vida
tomando decisiones tan malas que afectaron directamente a su hija ya desde su
nacimiento, exponiéndola frente a todos como el objeto de una subasta que
espera la puja más alta, y Clara sonreía con la candidez de un recién nacido
que desconoce lo que le depara su futuro. Aquella preciosa bebé creció y se
convirtió en una encantadora señorita, por eso los hombres volvieron a volar
sobre su cama como buitres en busca de carroña.
Aquella fatídica noche marcaría un antes y un después. Siendo casi una niña y perdida su virtud de una manera despiadada, sin saber que era su propio padre quien se la quitaba, Clara ya había sufrido todo lo que una joven podía soportar.
Esther se levantó temprano para preparar el desayuno y dar sensación de normalidad, pero una joven de dieciséis años no podía pasar página tan rápidamente como ella pretendía. Esperó unas horas a que Clara se levantase para darle explicaciones pero, al ver que no aparecía, fue a buscarla. Llamó varias veces a la puerta sin obtener respuesta, así que abrió lentamente la puerta para no despertarla. Al entrar se llevó una gran sorpresa: las puertas del armario estaban abiertas y los cajones revueltos. Parecía que Clara había recogido a toda prisa sus cosas y el dinero que tenía ahorrado en un cajón. Al momento se dio cuenta de lo que estaba pasando, no hacía falta ser demasiado inteligente para saber que Clara había huido. En aquel momento su reacción fue la que tendría cualquier madre preocupada por su hija: se quitó el pijama, se vistió con lo primero que pilló y salió a la calle, pero no acertó en elegir su indumentaria, ya que iba despeinada y con una camiseta sucia, incluso llevaba todavía los restos de maquillaje que habían ensuciado su cara la noche anterior. Preguntó en la tienda del señor Domingo si había visto a su hija y su respuesta fue un movimiento lateral de cabeza. Años atrás, el señor Domingo se hubiera interesado más por aquella pregunta, pero Esther ya no era una persona de confianza para él y tampoco le gustaba que la viesen por el colmado ni sus cercanías; todos los vecinos sabían que era una prostituta y que en su casa había triquiñuelas con drogas. El dueño de esa tienda le había pedido amablemente que no fuese a comprar a su negocio ya hacía tiempo.
Esther pensó que podría haber ido con los hijos de Irene y la llamó por teléfono. Irene era la persona que ofreció a Esther su primer empleo, solo fiándose de la palabra de César. Le dio cariño y le enseñó muchas de las cosas necesarias para la vida aunque, cuando Esther se quedó embarazada de César, estuvieron enemistadas porque sus aspiraciones y sus adicciones la arrastraron a los brazos de Santi, por mucho que Irene la había avisado de que era un mal hombre. Ya hacía mucho que tanto Irene como Esther habían decidido dejar atrás las rencillas. Clara mantuvo amistad con Cristina y Diego, los hijos de Irene, todo el tiempo, pero ellos tampoco sabían nada de Clara. Irene se arregló y salió a buscarla por las calles cercanas a su casa y luego se unió a Esther para buscar juntas por la zona del Raval (calles que la niña conocía bien y donde podría recurrir a alguna amistad de su madre). Pasaron el día yendo de aquí para allá, buscando en estaciones de tren y de autocares, en casas de amiguitas de Clara, pero todo fue en vano. Al día siguiente hicieron copias de una foto de ella y pegaron carteles por las calles adyacentes a su casa, en lugares donde ella solía ir a jugar, como la cancha de baloncesto o un parque cercano. También pusieron en la biblioteca y al lado del teatro Liceo; a ella le encantaba ir a ver a los bailarines o las orquestas. Podía quedarse horas esperando, mirando cómo personas cultivadas en el arte de la música y la danza iban entrando.
Aquella pegada de carteles no produjo resultados. Clara se había esfumado como se desvanece el humo de un cigarro al ser exhalado.
Clara siempre había sido una chica con un comportamiento ejemplar hasta el año pasado. La rebeldía de la edad había aflorado en ciertos momentos: algunas contestaciones fuera de lugar, un horario incumplido..., pero nada más allá de lo que hemos podido hacer todos en nuestra adolescencia. Nunca nadie pensó que se marcharía de aquella manera, a escondidas bajo la capa de la noche, dejando atrás todo lo vivido y a todos sus seres cercanos.
Esther tenía muy presente que su hija se había marchado para alejarse de ella y de su modo de vida, por eso no denunció su desaparición y le dejaría el tiempo necesario para que aclarara sus pensamientos. Aquello pasaría en un momento u otro y podría explicarle todo lo que pasaba en su interior y lo mucho que sentía los malos tragos que tuvo que pasar por su culpa durante su vida.
Ya hacía más de quince días de la marcha de Clara y Esther estaba abatida por ello, hasta que una noche recibió la esperada llamada de su hija. Esta le contó que estaba bien, que había estado con su compañera del internado y que regresaría pronto.
―¿Tú estás bien, mamá?
―Sí, hija, estoy bien, pero ya sabes que te echo de menos. Añoro verte, sobre todo por las mañanas cuando charlábamos de nuestras cosas mientras desayunábamos.
―Aún no puedo regresar, ¿lo entiendes, verdad? Te lo contaré todo cuando vuelva, cuídate. ―Colgó el teléfono antes de que Esther pudiera despedirse.
Aunque era una noticia triste le alegraba saber de ella y ver que aún mantenía buenas amistades. No le quedaba otra opción que dejarla seguir con su vida hasta que reuniese fuerzas para volver. Por otro lado, también tenía claro que, allí donde se encontrase, estaría mejor que en ese barrio donde era evidente cómo o en qué podría terminar.
Esther debía recuperar su vida: las facturas, la comida y el resto de gastos no se pagaban solos, así que tuvo que regresar al trabajo que había hecho siempre y el que mejor sabía hacer. Los clientes que la llamaban no eran, ni de lejos, los que a cualquier mujer que se dedique a la prostitución le gusta atender, pero recuperar su estatus le llevaría un tiempo. Ahora debía aguantar a los guarros que olían mal, a los que se pensaban que por veinte euros tenían derecho a todo, a los que le pedían una felación y ni siquiera habían guardado las normas básicas de higiene... y, sobre todo, a los más arrogantes que se pasaban la hora pagada diciendo: "hazme esto, puta; chúpamela, puta; abre más las piernas, puta...", un trato totalmente degradante para cualquier persona.
Una tarde llamó a su puerta Ismael. Venía a recibir un trabajito. Hacía muchos años que él y sus amigos le hicieron vivir una de las experiencias más sucias y vejatorias de toda su vida, por no decir la más denigrante. Después de aquello, Esther se prometió a sí misma no volver a caer en manos de Ismael, así que se negó en rotundo. Enfurecida, le dijo que él y sus amigos ya habían tenido suficiente y que ella no estaba ni estaría disponible para ellos jamás. Al no obtener la respuesta que esperaba, Ismael la empujó hacia el interior cerrando la puerta de un portazo; había ido con un propósito y no se iría sin ello. Obtuvo lo que venía buscando a la fuerza y luego le propinó una brutal paliza que terminó con Esther en el hospital. Él mismo llamó a la ambulancia asegurándose, antes de marcharse, de que le quedaba claro a la mujer que él nunca aceptaría un no como respuesta.
Lloraba desconsolada con el cuerpo dolorido, medio desnuda y el sabor de la sangre en la boca... Se arrastró hasta el sofá, donde apoyó la espalda y se sentó en el suelo. Cerró los ojos y quedó a la espera de la ambulancia que, aunque no tardó demasiado, para ella fue una eternidad. Ismael había dejado la puerta entreabierta para que los médicos pudiesen entrar. Los paramédicos llegaron preguntando si se encontraba alguien en casa y Esther, con la garganta cerrada por la impotencia, la vergüenza y el miedo, levantó un brazo; entonces, uno de ellos la vio y llamó la atención al compañero. Le limpiaron la sangre con unas gasas mojadas, la exploraron para ver si tenía algún hueso roto y tomaron sus constantes. Seguidamente, la bajaron sentada en una silla médica y la tumbaron en la camilla. Una vez en el vehículo, el joven que viajaba detrás con ella le preguntó:
―¿Qué te ha pasado?
Esther permaneció en silencio, giró la cara y se le escaparon las lágrimas. El técnico de la ambulancia ya había atendido otros casos de violencia de género y sabía que no hacía falta mucho para saber que, detrás de aquellos síntomas, estaba la mano de un ser despiadado.
La noticia en el barrio corrió rápidamente, sobre todo entre las chicas que todavía le quedaban como amigas de profesión. La dureza de practicar la calle y los peligros que conlleva las obligaba a estar unidas y decidieron hacer turnos para no dejarla sola. Cuando el suceso llegó a oídos de Irene, le faltó tiempo para acudir y mantenerse a su lado. Irene fue muy dura con ella en el pasado, cuando por desquite se marchó con la niña a vivir con Santi, sin escuchar los consejos que ella le daba sobre aquel hombre y que resultaron ser ciertos. Pero ya no era aquella mujer de corazón inquebrantable, el cariño por Esther volvió a ser el mismo de cuando la aceptó en su casa casi como si fuera una hija más.
Había estado en urgencias unas horas y la tuvieron que trasladar al servicio de UVI por algunas complicaciones. Llevaba horas allí cuando entró el doctor con un informe que depositó en la mesa. Se acercó a Esther y, al verla dormida, le dijo a Irene que las heridas eran graves y necesitaría un tiempo para sanar; tenía algunas costillas rotas y múltiples contusiones en cuerpo y cabeza. Luego le entregó un documento donde se daba la posibilidad de denunciar al agresor.
Cuando se despertó, Irene le enseñó el papel para rellenar en caso de querer denunciar y le preguntó quién había sido, pero Esther no quiso saber nada del tema.
―¿Por qué no lo denuncias? ―le preguntó Irene.
―Mírame... ¿Qué quieres, que pueda volver a vengarse? No pienso denunciar. Mejor lo dejo pasar e intento mantenerme lejos de él.
―Tú misma, ya no eres una niña pequeña, pero sabes que solo quiero lo mejor para ti.
―Si quieres lo mejor para mí deja que yo decida.
Quince días después le dieron el alta. Llevaba un vendaje en forma de corsé bastante tenso para ayudar a soldar sus costillas y, para el resto de las contusiones, solo podían darle calmantes y aconsejarle que hiciese el máximo reposo porque, además de ser doloroso, si las costillas no soldaban bien podría tener muchos problemas en un futuro.
Cogieron un taxi para ir a casa de Esther y, al llegar, varias chicas las ayudaron a subir a casa y se ofrecieron para hacerle las tareas, cocinarle o llevarle la compra. Una vez Esther estuvo instalada, Irene llamó a su chófer para regresar a su casa.
Días más tarde, Irene fue a visitarla a su piso. Quería ver cómo evolucionaba y ofrecerle ayuda. Estuvieron hablando de que estaba intentando seguir las indicaciones que le aconsejaron los doctores. Hasta entonces, sus compañeras se habían comportado con ella con cariño y no le habían dejado hacer esfuerzo alguno. No iba a ser tan fácil seguir sin hacer nada, sus ahorros no eran suficientes y, aunque le doliera el cuerpo, no podía alargar su reposo todo lo que necesitaba; estaría en casa una semana más, pero las necesidades la obligarían a trabajar si quería afrontar sus gastos. Irene escuchaba aquello pacientemente y, cuando Esther terminó, le cogió las manos suavemente y la alentó a ir por un tiempo a su casa. Allí tendría todos los cuidados necesarios e Irene estaría más tranquila sabiendo que no estaba en el piso donde vivía ahora, entre alcohólicos, drogadictos y proxenetas.
Era un barrio donde era habitual ver peleas con palos, navajas u otras armas en plena calle sin importar quién pudiera salir perjudicado y, por supuesto, había redadas policiales día sí y día también. Irene ya había intentado alejarla de ese mundo varias veces, aunque ella siempre se había resistido. Aquella vez era muy diferente y Esther aceptó con la seguridad de que solo sería el tiempo necesario para recuperarse. No quería ser una carga para nadie y menos para Irene, después de todo lo que le hizo pasar en su juventud.
Aquel mismo día recogió un poco de ropa y sus cosas de primera necesidad. Se fue con ella y, al bajar a la calle, se encontraron con algunas de las chicas que la habían acompañado en el hospital.
―Esther, ¿te vas? ―preguntó una de ellas.
―Sí, pero será una temporada hasta que me rehabilite del todo. No os preocupéis, estoy bien. Cuidaos las unas a las otras, ¿vale?
―Como siempre ―dijo alguien desde el fondo del grupo.
Esther se acercó a una de ellas y le entregó sus llaves, pidiéndole que no dejase que su casa se llenase de okupas ni drogadictos. Su amiga la abrazó y se despidieron.
Empezaron a caminar hacia la Rambla y en la esquina vio a Pedro esperando, dentro de su coche. Parecía que los años no habían pasado para él. Continuaba siendo aquel apuesto y correcto caballero de sonrisa bonita que dejaba ver su dentadura blanca y, si no fuera por las vergonzosas canas que se escondían entre su cabello oscuro, nadie diría que habían pasado más de quince años. Este la saludó con cariño y abrió la puerta para que entraran las señoras.
Una vez en casa de Irene, esta le dijo a Julia que acompañara a Clara a su antigua habitación. Julia llevaba muchos años siendo la asistenta de Irene y la conocía bien. Saludó a Esther con un cariñoso abrazo, cogió la bolsa que llevaba y luego subió las escaleras que dirigían a la planta superior. Esther lo miraba todo con añoranza, pues eran tantas las vivencias almacenadas en el recuerdo que no podía evitar sentir un sinfín de sensaciones mezcladas. Subió a reencontrarse con aquel dormitorio, el cual la vio crecer como mujer, con el espejo que vio pasar los diferentes rostros que se dibujaron en las cambiantes etapas vividas en su juventud.
En aquella casa llegó como niña, creció y descubrió lo que representaba hacerse adulta y tomar decisiones ante la vida. Fue allí, también, donde nació su bebé, su gran tesoro; el que no supo valorar hasta que hubieron pasado demasiados años.
CAPÍTULO 1 ― La huida
Esther entró en su casa y se lavó las manos. No quería que Clara viese los restos de sangre que le quedaban después de terminar con la vida de César, el hombre que le había marcado la vida y que pretendía, también, marcar la vida de su hija; se juró en aquel momento que nadie haría daño a su pequeña, mientras ella pudiera evitarlo. Abrió despacio la puerta de la habitación de Clara viendo cómo seguía desnuda, envuelta con la sábana y abrazada a su almohada, sollozando. La pena le rompía el alma. Era tan joven y bonita... Tenía la melena alborotada y sus ojos pardos ahora se veían rojos de tanto llorar.
Esther era consciente de que su hija había sufrido una vida llena de desdicha por su culpa, creciendo entre prostitutas y hombres que no distinguían el trato a un perro al de a una mujer. Esther pasó toda su vida tomando decisiones tan malas que afectaron directamente a su hija ya desde su nacimiento, exponiéndola frente a todos como el objeto de una subasta que espera la puja más alta, y Clara sonreía con la candidez de un recién nacido que desconoce lo que le depara su futuro. Aquella preciosa bebé creció y se convirtió en una encantadora señorita, por eso los hombres volvieron a volar sobre su cama como buitres en busca de carroña.
Aquella fatídica noche marcaría un antes y un después. Siendo casi una niña y perdida su virtud de una manera despiadada, sin saber que era su propio padre quien se la quitaba, Clara ya había sufrido todo lo que una joven podía soportar.
Esther se levantó temprano para preparar el desayuno y dar sensación de normalidad, pero una joven de dieciséis años no podía pasar página tan rápidamente como ella pretendía. Esperó unas horas a que Clara se levantase para darle explicaciones pero, al ver que no aparecía, fue a buscarla. Llamó varias veces a la puerta sin obtener respuesta, así que abrió lentamente la puerta para no despertarla. Al entrar se llevó una gran sorpresa: las puertas del armario estaban abiertas y los cajones revueltos. Parecía que Clara había recogido a toda prisa sus cosas y el dinero que tenía ahorrado en un cajón. Al momento se dio cuenta de lo que estaba pasando, no hacía falta ser demasiado inteligente para saber que Clara había huido. En aquel momento su reacción fue la que tendría cualquier madre preocupada por su hija: se quitó el pijama, se vistió con lo primero que pilló y salió a la calle, pero no acertó en elegir su indumentaria, ya que iba despeinada y con una camiseta sucia, incluso llevaba todavía los restos de maquillaje que habían ensuciado su cara la noche anterior. Preguntó en la tienda del señor Domingo si había visto a su hija y su respuesta fue un movimiento lateral de cabeza. Años atrás, el señor Domingo se hubiera interesado más por aquella pregunta, pero Esther ya no era una persona de confianza para él y tampoco le gustaba que la viesen por el colmado ni sus cercanías; todos los vecinos sabían que era una prostituta y que en su casa había triquiñuelas con drogas. El dueño de esa tienda le había pedido amablemente que no fuese a comprar a su negocio ya hacía tiempo.
Esther pensó que podría haber ido con los hijos de Irene y la llamó por teléfono. Irene era la persona que ofreció a Esther su primer empleo, solo fiándose de la palabra de César. Le dio cariño y le enseñó muchas de las cosas necesarias para la vida aunque, cuando Esther se quedó embarazada de César, estuvieron enemistadas porque sus aspiraciones y sus adicciones la arrastraron a los brazos de Santi, por mucho que Irene la había avisado de que era un mal hombre. Ya hacía mucho que tanto Irene como Esther habían decidido dejar atrás las rencillas. Clara mantuvo amistad con Cristina y Diego, los hijos de Irene, todo el tiempo, pero ellos tampoco sabían nada de Clara. Irene se arregló y salió a buscarla por las calles cercanas a su casa y luego se unió a Esther para buscar juntas por la zona del Raval (calles que la niña conocía bien y donde podría recurrir a alguna amistad de su madre). Pasaron el día yendo de aquí para allá, buscando en estaciones de tren y de autocares, en casas de amiguitas de Clara, pero todo fue en vano. Al día siguiente hicieron copias de una foto de ella y pegaron carteles por las calles adyacentes a su casa, en lugares donde ella solía ir a jugar, como la cancha de baloncesto o un parque cercano. También pusieron en la biblioteca y al lado del teatro Liceo; a ella le encantaba ir a ver a los bailarines o las orquestas. Podía quedarse horas esperando, mirando cómo personas cultivadas en el arte de la música y la danza iban entrando.
Aquella pegada de carteles no produjo resultados. Clara se había esfumado como se desvanece el humo de un cigarro al ser exhalado.
Clara siempre había sido una chica con un comportamiento ejemplar hasta el año pasado. La rebeldía de la edad había aflorado en ciertos momentos: algunas contestaciones fuera de lugar, un horario incumplido..., pero nada más allá de lo que hemos podido hacer todos en nuestra adolescencia. Nunca nadie pensó que se marcharía de aquella manera, a escondidas bajo la capa de la noche, dejando atrás todo lo vivido y a todos sus seres cercanos.
Esther tenía muy presente que su hija se había marchado para alejarse de ella y de su modo de vida, por eso no denunció su desaparición y le dejaría el tiempo necesario para que aclarara sus pensamientos. Aquello pasaría en un momento u otro y podría explicarle todo lo que pasaba en su interior y lo mucho que sentía los malos tragos que tuvo que pasar por su culpa durante su vida.
Ya hacía más de quince días de la marcha de Clara y Esther estaba abatida por ello, hasta que una noche recibió la esperada llamada de su hija. Esta le contó que estaba bien, que había estado con su compañera del internado y que regresaría pronto.
―¿Tú estás bien, mamá?
―Sí, hija, estoy bien, pero ya sabes que te echo de menos. Añoro verte, sobre todo por las mañanas cuando charlábamos de nuestras cosas mientras desayunábamos.
―Aún no puedo regresar, ¿lo entiendes, verdad? Te lo contaré todo cuando vuelva, cuídate. ―Colgó el teléfono antes de que Esther pudiera despedirse.
Aunque era una noticia triste le alegraba saber de ella y ver que aún mantenía buenas amistades. No le quedaba otra opción que dejarla seguir con su vida hasta que reuniese fuerzas para volver. Por otro lado, también tenía claro que, allí donde se encontrase, estaría mejor que en ese barrio donde era evidente cómo o en qué podría terminar.
Esther debía recuperar su vida: las facturas, la comida y el resto de gastos no se pagaban solos, así que tuvo que regresar al trabajo que había hecho siempre y el que mejor sabía hacer. Los clientes que la llamaban no eran, ni de lejos, los que a cualquier mujer que se dedique a la prostitución le gusta atender, pero recuperar su estatus le llevaría un tiempo. Ahora debía aguantar a los guarros que olían mal, a los que se pensaban que por veinte euros tenían derecho a todo, a los que le pedían una felación y ni siquiera habían guardado las normas básicas de higiene... y, sobre todo, a los más arrogantes que se pasaban la hora pagada diciendo: "hazme esto, puta; chúpamela, puta; abre más las piernas, puta...", un trato totalmente degradante para cualquier persona.
Una tarde llamó a su puerta Ismael. Venía a recibir un trabajito. Hacía muchos años que él y sus amigos le hicieron vivir una de las experiencias más sucias y vejatorias de toda su vida, por no decir la más denigrante. Después de aquello, Esther se prometió a sí misma no volver a caer en manos de Ismael, así que se negó en rotundo. Enfurecida, le dijo que él y sus amigos ya habían tenido suficiente y que ella no estaba ni estaría disponible para ellos jamás. Al no obtener la respuesta que esperaba, Ismael la empujó hacia el interior cerrando la puerta de un portazo; había ido con un propósito y no se iría sin ello. Obtuvo lo que venía buscando a la fuerza y luego le propinó una brutal paliza que terminó con Esther en el hospital. Él mismo llamó a la ambulancia asegurándose, antes de marcharse, de que le quedaba claro a la mujer que él nunca aceptaría un no como respuesta.
Lloraba desconsolada con el cuerpo dolorido, medio desnuda y el sabor de la sangre en la boca... Se arrastró hasta el sofá, donde apoyó la espalda y se sentó en el suelo. Cerró los ojos y quedó a la espera de la ambulancia que, aunque no tardó demasiado, para ella fue una eternidad. Ismael había dejado la puerta entreabierta para que los médicos pudiesen entrar. Los paramédicos llegaron preguntando si se encontraba alguien en casa y Esther, con la garganta cerrada por la impotencia, la vergüenza y el miedo, levantó un brazo; entonces, uno de ellos la vio y llamó la atención al compañero. Le limpiaron la sangre con unas gasas mojadas, la exploraron para ver si tenía algún hueso roto y tomaron sus constantes. Seguidamente, la bajaron sentada en una silla médica y la tumbaron en la camilla. Una vez en el vehículo, el joven que viajaba detrás con ella le preguntó:
―¿Qué te ha pasado?
Esther permaneció en silencio, giró la cara y se le escaparon las lágrimas. El técnico de la ambulancia ya había atendido otros casos de violencia de género y sabía que no hacía falta mucho para saber que, detrás de aquellos síntomas, estaba la mano de un ser despiadado.
La noticia en el barrio corrió rápidamente, sobre todo entre las chicas que todavía le quedaban como amigas de profesión. La dureza de practicar la calle y los peligros que conlleva las obligaba a estar unidas y decidieron hacer turnos para no dejarla sola. Cuando el suceso llegó a oídos de Irene, le faltó tiempo para acudir y mantenerse a su lado. Irene fue muy dura con ella en el pasado, cuando por desquite se marchó con la niña a vivir con Santi, sin escuchar los consejos que ella le daba sobre aquel hombre y que resultaron ser ciertos. Pero ya no era aquella mujer de corazón inquebrantable, el cariño por Esther volvió a ser el mismo de cuando la aceptó en su casa casi como si fuera una hija más.
Había estado en urgencias unas horas y la tuvieron que trasladar al servicio de UVI por algunas complicaciones. Llevaba horas allí cuando entró el doctor con un informe que depositó en la mesa. Se acercó a Esther y, al verla dormida, le dijo a Irene que las heridas eran graves y necesitaría un tiempo para sanar; tenía algunas costillas rotas y múltiples contusiones en cuerpo y cabeza. Luego le entregó un documento donde se daba la posibilidad de denunciar al agresor.
Cuando se despertó, Irene le enseñó el papel para rellenar en caso de querer denunciar y le preguntó quién había sido, pero Esther no quiso saber nada del tema.
―¿Por qué no lo denuncias? ―le preguntó Irene.
―Mírame... ¿Qué quieres, que pueda volver a vengarse? No pienso denunciar. Mejor lo dejo pasar e intento mantenerme lejos de él.
―Tú misma, ya no eres una niña pequeña, pero sabes que solo quiero lo mejor para ti.
―Si quieres lo mejor para mí deja que yo decida.
Quince días después le dieron el alta. Llevaba un vendaje en forma de corsé bastante tenso para ayudar a soldar sus costillas y, para el resto de las contusiones, solo podían darle calmantes y aconsejarle que hiciese el máximo reposo porque, además de ser doloroso, si las costillas no soldaban bien podría tener muchos problemas en un futuro.
Cogieron un taxi para ir a casa de Esther y, al llegar, varias chicas las ayudaron a subir a casa y se ofrecieron para hacerle las tareas, cocinarle o llevarle la compra. Una vez Esther estuvo instalada, Irene llamó a su chófer para regresar a su casa.
Días más tarde, Irene fue a visitarla a su piso. Quería ver cómo evolucionaba y ofrecerle ayuda. Estuvieron hablando de que estaba intentando seguir las indicaciones que le aconsejaron los doctores. Hasta entonces, sus compañeras se habían comportado con ella con cariño y no le habían dejado hacer esfuerzo alguno. No iba a ser tan fácil seguir sin hacer nada, sus ahorros no eran suficientes y, aunque le doliera el cuerpo, no podía alargar su reposo todo lo que necesitaba; estaría en casa una semana más, pero las necesidades la obligarían a trabajar si quería afrontar sus gastos. Irene escuchaba aquello pacientemente y, cuando Esther terminó, le cogió las manos suavemente y la alentó a ir por un tiempo a su casa. Allí tendría todos los cuidados necesarios e Irene estaría más tranquila sabiendo que no estaba en el piso donde vivía ahora, entre alcohólicos, drogadictos y proxenetas.
Era un barrio donde era habitual ver peleas con palos, navajas u otras armas en plena calle sin importar quién pudiera salir perjudicado y, por supuesto, había redadas policiales día sí y día también. Irene ya había intentado alejarla de ese mundo varias veces, aunque ella siempre se había resistido. Aquella vez era muy diferente y Esther aceptó con la seguridad de que solo sería el tiempo necesario para recuperarse. No quería ser una carga para nadie y menos para Irene, después de todo lo que le hizo pasar en su juventud.
Aquel mismo día recogió un poco de ropa y sus cosas de primera necesidad. Se fue con ella y, al bajar a la calle, se encontraron con algunas de las chicas que la habían acompañado en el hospital.
―Esther, ¿te vas? ―preguntó una de ellas.
―Sí, pero será una temporada hasta que me rehabilite del todo. No os preocupéis, estoy bien. Cuidaos las unas a las otras, ¿vale?
―Como siempre ―dijo alguien desde el fondo del grupo.
Esther se acercó a una de ellas y le entregó sus llaves, pidiéndole que no dejase que su casa se llenase de okupas ni drogadictos. Su amiga la abrazó y se despidieron.
Empezaron a caminar hacia la Rambla y en la esquina vio a Pedro esperando, dentro de su coche. Parecía que los años no habían pasado para él. Continuaba siendo aquel apuesto y correcto caballero de sonrisa bonita que dejaba ver su dentadura blanca y, si no fuera por las vergonzosas canas que se escondían entre su cabello oscuro, nadie diría que habían pasado más de quince años. Este la saludó con cariño y abrió la puerta para que entraran las señoras.
Una vez en casa de Irene, esta le dijo a Julia que acompañara a Clara a su antigua habitación. Julia llevaba muchos años siendo la asistenta de Irene y la conocía bien. Saludó a Esther con un cariñoso abrazo, cogió la bolsa que llevaba y luego subió las escaleras que dirigían a la planta superior. Esther lo miraba todo con añoranza, pues eran tantas las vivencias almacenadas en el recuerdo que no podía evitar sentir un sinfín de sensaciones mezcladas. Subió a reencontrarse con aquel dormitorio, el cual la vio crecer como mujer, con el espejo que vio pasar los diferentes rostros que se dibujaron en las cambiantes etapas vividas en su juventud.
En aquella casa llegó como niña, creció y descubrió lo que representaba hacerse adulta y tomar decisiones ante la vida. Fue allí, también, donde nació su bebé, su gran tesoro; el que no supo valorar hasta que hubieron pasado demasiados años.