MI PROPIA PRISIÓN

16.06.2023

La noche transcurría con normalidad, cuando de repente se escucharon uno gritos que provenían del final de la galería 1.

—¡Rápido! Abrid la 107 —dijo el celador a sus compañeros a través del "walkie talkie"—, ¡¡necesito ayuda urgente!!

—Los presos alborotados no dejaban de chillar, silbar y preguntar qué pasaba…

—¡¡Silencio!! —Gritó el vigilante a la vez que golpeaba con la porra en los barrotes.

Sus compañeros llegaron rápidamente y se encontraron con el preso colgado de los barrotes de la ventana. Después de unos segundos de perplejidad, uno de ellos se acercó al cuerpo,

—Ayudadme a bajarlo.

—No —dijo el que tenía un grado superior—, no lo toques, deben verlo todo antes de moverlo.

—Tienes razón —respondió el compañero.

—Hagamos lo que nos marcan las normas de la prisión, en estos casos.

—¡Jefe! ¿Qué pasa? —preguntó el preso de la celda de al lado.

—¡Nada! Sigue durmiendo —dijo el celador al mando.

Una vez calmados los reos, ellos empezaron los trámites, uno de ellos se quedó custodiando el cuerpo y llamó al director de la prisión, otro rellenó los papeles: hora del suceso, nombre del reo, celda, etc., el tercer compañero regresó a su puesto y continuó con su rutina.

Ciertamente había poco que vigilar, pues aquel hombre, ya no iba a hacer ningún daño. Miró a su alrededor y observó varias hojas dobladas sobre la mesa, dudó en cogerlas o no, pero pensó en la posibilidad en descubrir algo importante en aquel escrito que pudiera dar luz al suicidio, las cogió y empezó a leer…

Me llamo Manuel, todos sabéis de mí, pero me gustaría que supierais mi verdadera historia y que me ha llevado a éste punto.

Hace siete años, justo cuando empezaba la pandemia que está arrasando con la sociedad, yo tenía un buen empleo, mi mujer estaba embarazada de nuestro tercer hijo y nuestra vida era feliz y plena. Entonces empezaron con el cierre de los negocios y los toques de queda. Yo, por aquel entonces trabajaba de camarero en un restaurante importante de la ciudad, el dueño intentó mantenerse a flote pero al final tuvo que cerrar y me quedé en paro. Tras el semestre de paro se terminaron mis ingresos y la ayuda del gobierno, pedí ayuda para comer pero también se terminó, no nos daba ni para el alquiler, tuve que pedir dinero a familia y amigos hasta que se terminaron los recursos. Por mi edad, no hubiese tenido problema en encontrar trabajo en otro momento, pero en tiempos de pandemia era imposible y, mucho más en el mundo de la hostelería.

Fue entonces cuando empecé a robar. Sustraía comida de los supermercados escondida entre mi ropa, nos cortaron la luz por falta de pago y enganché la luz a la general. Empecé a dar pequeños palos en tiendas y gasolineras para poder tener dinero y pagar otras necesidades. Una noche, me atrincheré en un estanco, me habían rodeado, para evitar un mal mayor no pude hacer otra cosa que entregarme a la policía. Estuve tres días en comisaría y luego me hicieron un juicio rápido.

El juez no entendió los motivos que me llevaban a robar, las necesidades familiares que yo tenía, mi mujer y ante todo, mis hijos debían comer y, era mi obligación cuidar que eso sucediera, mi abogado de oficio alegó que nunca había empleado la fuerza, además de ser mi primer delito, pero el juez me trató como a cualquier otro delincuente y me sentenció a seis años y un día de cárcel. Cuando me vino a buscar el pequeño furgón de la policía para llevarme a prisión, yo, estaba muerto de miedo. Nunca me había imaginado en aquella tesitura y no sabía qué me iba a encontrar.

Al llegar aquí, me hicieron desnudar, dejé todas mis pertenencias y mi ropa, me dieron un pantalón y una camiseta de manga larga, las dos prendas de color azul marino. También me quitaron los cordones de las playeras como prevención a cualquier intento de suicidio. Me adjudicaron la celda 107 y la compartía con un hombre que llevaba quince años encerrado por asesinar a tres personas, de los que ya llevaba cumplidos once y medio, aun así, era un preso de confianza que se encargaba de cuidar de los novatos y vigilar que no hicieran tonterías, en el argot carcelario se les conoce como "preso sombra". Estuve con él sólo dos meses, un ataque al corazón le arrancaba la vida, sin darle la oportunidad de demostrar que se hubiese reinsertado en la sociedad como un hombre nuevo.

A partir de aquel día todo cambió, el nuevo compañero, se llamaba Diego, era un hombre cruel que llevaba una vida entrando y saliendo de prisiones, en ellas había musculado un cuerpo que lucía lleno de tatuajes. La primera noche ya me dejó claro, que él, marcaría el ritmo de nuestra relación. Nos acostamos cuando cerraron las luces, yo me puse de cara a la pared, me gusta sentir la sensación de protección y me duermo antes. Sobre las tres de la mañana, escuché al vigilante pasar por delante de las celdas haciendo la ronda nocturna, pero me quedé dormido de nuevo. Minutos más tarde sentí como alguien me cogía tapándome la boca, bajó mis pantalones y me penetró; entre su fuerza y el dolor que me causaba no podía moverme, cuando terminó me dijo al oído:

—Shsss. Tú tranquilito, que a partir de ahora nadie te tocará, ya dejaré claro que eres mi putita…

Se subió a su litera y yo me quedé allí, silenciando mi llanto y apretando mis labios antes de que soltaran un grito de dolor. Aquel hombre me había quitado en sólo unas horas mi seguridad y mi virilidad.

Por la mañana mi pijama estaba lleno de sangre, me lo quité rápidamente y lo escondí. Una vez en el patio, intenté mantenerme lejos de él, aunque sabía que el peligro venía cuando cerraban la puerta de la celda y todo oscurecía. Aquella noche se puso a dormir. Yo, estuve despierto toda la noche, pendiente del momento en el que saltaría sobre mí como una rata sobre su carroña, pero no pasó nada, al levantarnos por la mañana dijo:

—¿Has dormido bien?

—No —respondí nervioso.

—Descansa todo lo que puedas, aquí las horas se hacen eternas —apuntó mientras me acariciaba el rostro—, y sabes que en cualquier momento puedo necesitarte.

El corazón me dio un vuelco, el simple hecho de que me tocara me daba pavor. Esperé a que se marchara a las duchas y salí en el segundo grupo. Cuando regresé a la celda me estaba esperando, me dio un puñetazo y me propuso unas normas básicas,

—Por las mañanas te ducharás conmigo, comerás en mi mesa y en el patio estarás en el grupo donde esté yo, ¿entendido?

—Yo no podía casi articular palabra, únicamente pude asentir con la cabeza.

—Límpiate la cara y vámonos —terminó diciendo con autoridad.

Iban pasando días y cada vez me sentía más invisible de día y más deshonrado de noche. Escondido en la oscuridad me utilizaba como quería; a veces me violaba, otras, me obligaba a hacerle una felación, otras veces tenía que hacerle una paja…, era indignante pero en ello me iba la vida. Unos meses más tarde algo pasó, su carácter se endureció y ya no se contentaba con los actos sexuales, muchas veces también me aplicaba correctivos, como él decía. Una mañana en la ducha, se acercó otro chico, me agarró del pelo y me obligó a agacharme, luego me introdujo el pene e la boca y me dijo:

—Chupa nena…

Mis ojos buscaban a mi compañero de celda, pero en lugar de ayudarme se puso a tapar la situación para que no lo vieran los guardias, mis lágrimas caían entre el agua de la ducha y el otro recluso se corrió en mi cara mientras se reía. Terminé de lavarme y regresé a mi celda, allí estaba él:

—Me dijiste que nadie me pondría una mano encima —dije muy enfadado.

—¡Cállate! Recuerda que eres mío y puedo disponer de ti como quiera.

—No voy a pasar por eso, no me vas a vender a otros…

Diego se giró y empezó a pegarme. Aquella vez me golpeó tan fuerte que me rompió el labio y dos costillas. Él estuvo un mes en la celda de castigo y yo quince días en enfermería, luego estuve recuperándome en mi celda bajo supervisión. De vez en cuando se acercaba alguno de los presos a quién él me había entregado, me miraban y sonriendo preguntaban:

—¿Estás bien?

Yo sabía que su interés no era por mí, era por mis servicios sexuales…

Allí, tumbado en mi litera pensaba en las maneras que tenía para escapar de aquella situación. Solicité trabajar en la biblioteca o en la lavandería, sinceramente, me daba lo mismo dónde mientras estuviera un tiempo con mi mente ocupada en otros temas.

Los dos meses de castigo para mi compañero pasaron muy rápido.

—No vuelvas a cabrearme —dijo justo después de que lo dejasen en la celda de nuevo—, si lo haces, te mataré.

No eran palabras vanas lo que salía de su boca. En los días que estuve en enfermería escuché, que yo tuve suerte, que en otra prisión golpeó tan fuerte a un preso que le reventó varios órganos internos y falleció por culpa de eso. Era un hombre, que sabía amedrentarte con una mirada.

La paz convivió en nuestro pequeño mundo durante unas semanas, aunque estaba claro que aquello tenía fecha de caducidad, La fecha en que me dijese el doctor que ya estaban soldadas mis costillas.

Un día de sol, él estaba haciendo deporte, sin camiseta para imponerse ante el resto de "machos" como el gallo más fuerte del corral. Yo caminaba con un chico jovencito que acababa de llegar a nuestra galería, tenía tanto miedo o más que yo del resto de los presos. Me di cuenta entonces, que me estaba vigilando con cara de pocos amigos y me llamó:

—¡Manuel! ¡Ven!

Me acerqué rápidamente hasta la zona de pesas, el joven se quedó mirando desde lejos,

—¿Qué haces? —Preguntó Diego.

—Sólo conversamos, no hago nada más…

—¿Quién te ha dado permiso para hablar con él? —Dijo con voz rotunda mientras se sentaba justo a mi lado.

—Nadie, lo siento —respondí a la vez como notaba que mi cuerpo empezaba a temblar.

—¡Vete!, ya hablaremos ésta noche tú y yo…

Miré al chico joven y giré la cabeza haciéndole un vacío, pensé que si seguía hablando con él, todo se complicaría más, tanto para mí como para él. Ya le había hablado de los peligros de llevar la contraria a los poderosos, porque no sólo nosotros les temíamos, también algunos vigilantes lo hacían.

Aquella noche cuando nos metimos en la celda recibí una bofetada a mano abierta,

—Esto para empezar, ¿qué parte no tienes clara? —Preguntó con su rostro pegado al mío—, no te quiero ver con otro tío, nada más con los que yo autorice, agáchate, a ver si te queda claro así. ¿Abre la boca!

Se bajó la ropa y me introdujo el pene. Cogía mi cabeza por el pelo y empujaba con tanta fuerza que me venían arcadas, pero no dejaba apartarme para respirar y continuó hasta correrse dentro mientras me apretaba contra su cuerpo. Al apartarse tuve que ponerme en el retrete a vomitar el semen que tenía en el interior de la boca, luego lo miré con rabia…

—Huy, ¿se ha enfadado la muñequita? —Dijo sonriendo—, podía haber sido mucho peor chico, da gracias por ello.

Luego se subió a su cama y yo me enjuague varias veces con agua, aquel sabor de semen y orina rancia permaneció durante horas y me impedía dormir. Me senté en la cama y cerré los ojos, volé al lado de los míos, de mi mujer y mis niños, ¿Cómo estarían? ¿Qué estarían comiendo?..., recordé entonces que en unos días podría verlos y eso le iluminó la sonrisa, se tumbó de nuevo y, con aquel recuerdo se entregó a Morpheo una noche más.

Por la mañana, como todos los días, se fueron a las duchas, coincidieron con un grupo que tapaba una agresión, la sorpresa fue cuando vi al joven recién llegado siendo violado por uno tras otro, pero yo no podía hacer ni decir nada, Diego me controlaba para que no interviniese:

—Tú tranquilo o terminarás igual —dijo mientras se enjabonaba.

El joven lloraba y gritaba, pero le tapaban la boca o le introducían un pene. ¡Era sólo un crío!, apenas tendría los diecinueve años. Mi corazón se rompió del todo cuando vi, que dos guardias contemplaban los hechos sin poner fin a aquella salvajada, pero como os dije antes, algunos temían las represalias que podrían recibir sobre su persona o incluso a su familia. Horas más tarde, supe, que lo encontraron sin vida en las duchas, según el dicho popular se cortó las venas, pero estaba claro que después de utilizarlo, lo mataron para que no hablase. La cárcel es una jungla y la ley es la ley, mata o te matan. En aquel momento y, aunque suene extraño, di gracias de pertenecer al rey de la jungla, era una manera de temer sólo por uno y no estar a expensas del resto de hienas hambrientas.

Durante aquel largo año, mi esposa, no había querido traer a los niños y yo tenía necesidad de escuchar sus voces y ver sus caritas, la foto que tenía estaba desgastada de dormir con ella bajo la almohada, la misma almohada que guardaba mis secretos más vergonzosos. Pero al fin me había entendido y cedió ante mis súplicas, mis niños vendrían a verme y al ser un vis a vis los podría tocar y abrazar, por fin conocería a mi pequeño, que ya tenía más de un año. Ya se acercaban las doce del mediodía, estaba ansioso, caminaba en el patio de aquí para allá cuando se me acercó Diego,

—¿Qué te pasa? Pareces un león enjaulado.

—Me comen los nervios, hoy vienen mis hijos a verme por primera vez. —Respondí.

—¿No los has visto en todo éste tiempo? —Preguntó como si le interesase.

—No, mi mujer…

—¡¡Putas mujeres!! —Me cortó—, todas son iguales. La mía me dejó por mi mejor amigo la primera vez que me detuvieron, pero se lo hice pagar en cuanto salí.

—¿Cómo? —Dije algo dubitativo.

—Los maté, ¿Qué querías que hiciera?, tuve que hacerlo, —se justificó—, disfruta de tus chavales y no te olvides de mí, quizás tengamos que disfrutar también nosotros ésta noche para celebrarlo…

Lo observé mientras se iba directo a la zona de gimnasio, se giró y al ver que yo lo miraba me guiñó un ojo. De repente me tocaron el hombro, era uno de los guardias y me daba la mejor noticia que recibía en mucho tiempo.

—Manuel, tienes visita.

Aquellas palabras sonaron a villancico en Navidad. Fui tras él hasta las salas de visita y allí estaban los cuatro.

—¡¡Papi!! —Gritó Pablo—, papi te echaba de menos, ¿Cuándo volverás a casa? —Preguntó a la vez que se colgaba de mi cuello.

—¡Hola campeón!, pronto, muy pronto. ¿Te portas bien? ¿Cuidas de mamá?

—¡Claro! Ya tengo siete años, soy mayor —respondió sacando pecho y mirando a su madre.

Marcos tenía tres años y estaba agarrado a la pierna de mi esposa.

—Cariño, ve con papá, anda, ¿no te acuerdas de papi? —Le preguntó ella.

Él levantó su mirada y negó con la cabeza, entonces me agaché y empecé a cantar una canción que solía cantarle cuando se iba a la cama:

—Susanita tiene un ratón, un ratón chiquitín…

Su sonrisa floreció y me miró fijamente, se acercó y tocó mi barba de días, quizás había sido eso lo que lo tenía confundido.

—Hola mi pequeño, ¿Cómo estás Marcos? Te veo muy mayor…

—Mira, tengo un coche de policía, —dijo a la vez que me enseñaba un pequeño coche de metal.

—¡UUaauu!, y de policía nada menos, esto sí es un buen coche.

—¡Se lo ha comprado el nuevo novio de mamá!, —se apresuró a decir Pablo.

Miré rápidamente a Gloria, me levanté y miré al pequeño Carlitos.

—Es precioso, duerme como un bendito…

—Sí, es muy bueno, casi nunca llora, me dan más guerra los mayores, —dijo sonriendo—, tienes mala cara, ¿Todo va bien?

—Sí, aquí todo bien, como siempre. —Mentí, otra vez.

Nos sentamos en la mesa mientras los niños jugaban, tras unos minutos de silencio, le pregunté:

—¿No tienes nada qué contarme? El mes pasado no viniste a verme, te eché de menos…

—He conseguido trabajo, en el mercado.

—¡Qué bien! No sabes lo que me alegra saber que tendrás una entrada de dinero para pagar el alquiler y la comida.

—No Manuel, ya no pago alquiler, nos echaron del piso hace tres semanas, un vecino del barrio nos ha acogido en su casa. —Me contó angustiada.

—¿Acogido? ¿Y eso que quiere decir?

—Es un hombre mayor, pudiente y le sobraban dos habitaciones, me dijo que si quería, podíamos ir a vivir con él, le hacía falta compañía femenina y los niños serían una alegría para la casa.

Me levanté y golpeé la mesa, ¿Compañía femenina?, no podía creerlo, anduve por la sala mientras ella me miraba.

—¿Qué tipo de compañía le das? —Pregunté esperando una respuesta que ya intuía.

Le empezaron a caer las lágrimas e intentó disimular. Me miró y contestó:

—Cariño…, no me hagas contarte todo lo que he de pasar para alimentar a nuestros hijos. Gracias a él puedo ganar dinero y que no les falte nada.

—Pero pagas un alto precio por la noche, ¿No es así? —Dije cogiéndole la mano con cuidado.

Ella asintió y nos quedamos mirando, yo quería contarle que también estaba pagando un alto precio por mi seguridad, pero no quise aumentar el sufrimiento que ella sentía en aquel momento. No quiero imaginar ni por un momento la sumisión que le puede estar pidiendo el tipo ese.

—¿Y de qué es el trabajo? —Pregunté cambiando de tema.

—Es en el bar del mercado, voy por los puestos llevando y recogiendo los desayunos y los almuerzos, también limpio los aseos. Voy sólo por las mañanas, desde las seis hasta la una del mediodía y me pagan cuatrocientos euros al mes. No es mucho, pero más que nada.

—Está bien, ¿Y los niños quién los cuida? —Me interesé.

—¿Te acuerdas de Teresa, la vecina que teníamos en el piso?

—Sí, claro. Una señora muy agradable, quería mucho a los niños.

—Cuando nos echaron, se ofreció para lo que necesitase. Yo le llevo los niños a ella y ella se encarga de darles el desayuno y llevarlos al cole, también saca a Carlitos al parque y cuando yo llego, comemos todos juntos.

—¡Qué suerte!, todavía quedan personas buenas, —apunté.

Jugué un rato con los niños, los tres tirados por el suelo mientras Gloria le daba el biberón al pequeño. Pero el tiempo pasó y entró el guarda para anunciar lo peor, la visita había terminado.

Nos despedimos, para Pablo fue un poco más duro que para los demás, era un niño que siempre había estado muy pendiente de mí y volverse a marchar dejándome allí, era algo que no entendía.

Yo me dirigí al comedor. Mis compañeros de galería ya estaban comiendo, busqué a Diego y vi una mano alzada que me reclamaba. Era él, me había guardado un lugar junto al suyo. Cogí mi bandeja y fui hacia su mesa,

—¿Cómo ha ido? —Preguntó con la boca llena.

Yo asentí con la cabeza mientras masticaba, luego terminamos en silencio. En mi cabeza una imagen me martirizaba, Gloria manoseada por un viejo verde que sabía que no podía hacer otra cosa que dejarse hacer lo que él quisiera. Intentaba no pensar en ello, pero era imposible.

Al terminar nos dispusimos a ir a nuestras celdas para descansar. Unos dormían, otros leían o escuchaban música; en mi caso, el destino marcaba lo que pasaría cada día, mejor dicho, no era el destino sino, las ganas de fiesta que tuviese Diego. Aquella tarde tenía ganas de hablar, me invitó a sentarme en su litera y me contó:

—Sabes, no tienes que sentirte mal por lo que hacemos —dijo mirándome a la cara—. Cuando tenía seis años, mi padre, entró en mi habitación y me dijo: Diego, ya eres mayor y tienes que portarte como un hombre. Mi madre había muerto pocos meses antes, le había dado tantos palos que al final, ella, se suicidó. Nos quedamos mi hermano pequeño y yo solos, en manos de un hombre sin escrúpulos. Aquella noche me violó por primera vez, yo lloraba de dolor, pero él no paraba. Cuando terminó me dijo cuanto me quería y, que por eso me lo hacía, para demostrarme su amor… Cada noche me visitaba y se repetía lo mismo. Cuando mi hermano cumplió seis años, mi padre le dijo: ya eres todo un hombre hijo, a partir de ahora tendrás que portarte como tal, yo sabía qué quería decir con eso y, no lo iba a permitir. Aquella misma noche, escondí un cuchillo de la cocina debajo de mi almohada, cruzó por delante de mi puerta y se metió en la habitación de mi hermano, yo tenía nueve años…, entré despacio y lo vi allí, encima de mi hermanito mientras éste gritaba. Le clavé el cuchillo en el cuello y lo vimos morir. Mi hermano y yo llamamos a la policía y lo contamos todo. Nos llevaron al hospital y nos examinaron, los médicos y las enfermeras eran muy buenos con nosotros. Mi hermano no hablaba, se había quedado en una especie de trance, a día de hoy todavía no habla, Manuel. Yo solía despertarme por las noche gritando, en mis pesadillas veía la sangre de mi padre brotando como si fuese un grifo abierto.

Se hicieron cargo de nosotros los de asuntos sociales y, éstos, nos llevaron a varias casas de acogida, nadie nos quería adoptar, decían que éramos demasiado conflictivos. Cuando cumplí la mayoría de edad me dejaron en la calle, resulta que el estado ya no se hace cargo de ti; como cambian las cosas…, si tienes diecisiete y once meses eres menor, seis meses más tarde estás perdido.

A partir de entonces tuve que buscarme la vida en la calle, ¿Mi primer trabajo sabes cuál fue?

—No, dime, —respondí con curiosidad.

—Como nunca me había gustado estudiar no tenía ni el graduado, no conseguía ningún empleo decente, hasta para descargar camiones me pedían el curriculum, me dediqué a hacer felices a los asquerosos, me convertí en un chapero; a fin de cuentas es lo que mejor conocía, pero ésta vez cobraba una pasta por ello, dinero que me servía para pagar una pensión de puterío y algo para comer. Cada semana iba a ver a mi hermano, él todavía estaba tutelado. Nunca le dije como conseguía el dinero, supongo que él, en su interior lo sabía. Una noche, estaba en la calle de siempre y pasó un tío en un cochazo, se me quedó mirando y me llamo: me dijo que estaba montando una fiesta con algunos amigos y me preguntó si me interesaba ganar un buen fajo de billetes.

Diego se calló unos segundos y suspiró, luego siguió:

—Esa fue la mejor noche de mi vida, Manuel. Me subí al coche y al llegar a su chalet, estaba lleno de tipos trajeados bebiendo y con todo tipo de drogas sobre las mesas papelinas de cocaína, pastillas…

También había alguna prostituta, en fin mi buen amigo, era una puta orgía de vicio. De repente uno de esos hombres me puso el brazo sobre los hombros y me dijo: Tú si me gustas a mí, vamos a pasar un buen rato, y me arrastró hasta una de las habitaciones, allí me pidió de todo. Cuando terminó me metió un billete de quinientos euros en el bolsillo, me guiñó un ojo y se marchó. Lo cogí y lo miré bien, era bueno, ¡creo que no había visto ninguno en mi vida! Sí, sé lo que pensarás…, ya valía eso todo lo que le hice y me hizo, pero yo venía de la puta calle, dónde como mucho me pagaban cien euros por lo mismo, aquello era un filón, aunque al final de la fiesta no pudiera ni sentarme. Salí de la habitación y pedí una cerveza en la barra, mientras me la bebía vino un chico joven y me puso una pastillita en la boca mientras me soltaba un morreo y me susurraba ¿Te vienes conmigo?, éste chico olía muy bien, se notaba que eran personas adineradas y que se cuidaban. Me cogió de la mano y fuimos al baño, me agacho y sacó el pene pidiéndome una felación amablemente. Al terminar se lavó y me dijo que lo hiciera yo también, luego me dejó doscientos euros sobre el mármol del lavamanos y se fue. Manuel, te prometo que estaba alucinando, todos aquellos años utilizado por mi padre y, ahora siendo un puto por cincuenta o cien euros en la calle, sin saber que existía éste mundo… A lo largo de la noche hubo un hombre que se sentó muchas veces conmigo, sólo hablábamos de mi vida, de mi amargura y de cómo tenía que ganarme la vida ahora, él escuchaba con interés, y casi cuándo terminaba la fiesta me dijo que estaba muy interesado en mí, que si estaba interesado en cambiar de vida él quería ayudarme. ¡Por supuesto! Le contesté, ¿Cómo? Conrado, que así se llamaba, me llevó a su casa, me dio ropa, dinero, me pagó el carnet de coche y me regaló un cochazo, todo eso a cambio de mi cuerpo. Ya habían pasado dos años y mi hermano estaba a punto de quedarse sin casa, sabía que tenía que hablar con él, contárselo todo e intentar que mi amante dejara que se quedase en su casa también. Hablé con Conrado y no le supuso ningún problema, siempre y cuando yo continuara a su lado, según decía estaba enamorado de mí. Cuando mi hermano cumplió la edad se vino conmigo, no le faltaría de nada, yo lo puse a estudiar para sacarse el graduado y poder tener una vida mejor que la mía, no iba a permitir que nadie le hiciese daño.

Sin darnos cuenta había pasado la tarde y nos llamaban para la cena.

—¡¿Ya es la hora?! —Preguntó extrañado.

—Sí, estabas tan ensimismado en lo que me estabas contando que se pasó rápido el tiempo, —respondí.

Bajamos de la litera y fuimos al comedor, luego vimos un rato la televisión, recuerdo que daban una película de destape y los presos se alborotaron un poco, al finalizar cada uno se marchó a su celda. Al llegar nos pusimos los pijamas y se metió en mi cama,

—No quiero dormir sólo, ven aquí.

—Era una cama demasiado estrecha para dos hombres adultos, ¿pero que podía hacer?, no había otra que meterme bajo la manta.

Estábamos frente a frente y noté como me empezaba a tocar, primero por la parte de fuera del pantalón, yo me sentía confundido; me daba placer a la vez que detestaba que hiciera eso, el pene se endureció y mi respiración se aceleraba y él lo notó,

—Sé que te gusta, no puedes evitarlo, ahora quiero que me la metas, —dijo mientras se giraba y se quitaba el pantalón.

—¡No!, no voy a hacer eso Diego.

—Lo harás por qué yo te lo digo, así que cierra los ojos, piensa que soy tu mujer y penétrame.

Sacó mi pene y lo masajeó hasta ponerlo erecto, luego lo acercó a sus glúteos y empecé a introducirla,

—ya está ahora ¡fóllame! —insistió.

Yo empecé, pero, sin darme cuenta, estaba agarrado a sus caderas y empujaba con fuerza y rabia, ya no era el placer lo que me empujaba a hacer aquello, sino la venganza; lo odiaba, odiaba a Diego por todo lo que me hacía. Terminé y apreté mi pelvis contra su culo y di unos cuántos empujones finales, luego me separé y me tumbé dándole la espalda. Diego salió de mi cama sorteando mi cuerpo, me tapó y me susurró:

—Perdóname, de verdad que lo siento.

Me caían lágrimas por el rostro y tenía un nudo en la garganta, ¿Qué más?, ¿Qué más quedaba por hacer, para terminar con la autoestima de una persona?, me senté en la cama y pasó el vigilante nocturno.

—¿Todo bien por aquí? —Preguntó.

—Sí, sí, sólo es un poco de insomnio.

—Acuéstate y déjate de tonterías, —dijo rotundamente y con la antipatía que solía tener siempre.

Volví a tumbarme y me quedé dormido. Por la mañana, después de la ducha y el desayuno, me acerqué a uno de los vigilantes y me solicité información para poder conseguir algún trabajo dentro de la prisión, el me acompañó a la persona encargada. Diego se quedó mirando, quizás tenía miedo a qué, finalmente, contara por todo lo que estaba pasando a su lado, pero, por mucho que me doliera no podía poner mi vida en peligro.

Llegamos al despacho del asistente social y el agente golpeó la puerta:

—¿Se puede? —Preguntó.

—¡Adelante!

El agente abrió la puerta y me presentó:

—Buenos días señor, le presento al preso Manuel Pérez, está interesado en trabajar…

—Muy bien —dijo aquel hombre amablemente—, déjenos solos, espere fuera por favor.

El vigilante asintió y cerró despacio.

—A ver, Manuel Pérez, ¿Qué te trae a mí?

—Necesito hacer algo, no me importa la sección, las horas son eternas y mi mente no aguanta más.

—Y, ¿Qué sabrías hacer? —Insistió.

—Cuando estaba fuera trabajaba en un bar, sabría hacer cosas en la cocina o en el servicio de comedor…

—Ya… Siempre va bien una persona más a pelar patatas. Deja que me mire los horarios y dónde podrías encajar, te aviso en unos días, ¿te parece bien? —Dijo mientras escribía lo que había decidido en un folio— ¿Agente? —Gritó.

Se abrió la puerta y éste apuntó:

—Ya hemos terminado, gracias a los dos, ya se pueden marchar.

Una vez llegamos al patio de nuevo se acercó Diego, se puso a mi lado y me preguntó de dónde venía, su voz era temblorosa, pero rápido se tranquilizó cuando le expliqué todo lo que había sucedido, me sonrió y comprendió que me iría bien entretenerme un tiempo; su escape era el gimnasio así que volvimos a sentarnos y a esperar. El ambiente estaba extraño, veía a algunos susurrar y pasarse algo de mano en mano, entonces se hizo un pelotón y al separarse un hombre yacía mortecino en el suelo, se llevaba la mano al vientre y, aunque los vigilantes corrieron su destino estaba escrito, murió antes de llegar a enfermería. Miré a los que habían promovido aquello y, uno de ellos me hizo un gesto de silencio a lo que yo asentí con la cabeza. Diego hizo oídos sordos y sin soltar las pesas me dijo:

—Manuel, ver, oír y callar…

—Lo sé —respondí.

Aquella noche, después del toque de queda, empezó a hablar bajito, yo le escuchaba inquieto desde mi cama, no sabía por qué me contaba todo aquello, a mí no me importaba su vida y tampoco quería conocerla, pero él siempre hacía mutis a mis deseos.

—Mi hermano era un buen chico, le gustaba estudiar y sacaba buenas notas, tenía buena sintonía con Conrado, éste le enseñaba muchas cosas sobre geografía, matemáticas o lengua española, temas en los que yo no podía ayudarlo: pasaban horas rodeados de libros, estudiando. Para mí era bueno, todo aquel tiempo yo podía dedicarme a salir con otras personas.

Fue en una de esas salidas cuando conocí a Maribel, era una chica agradable, de familia trabajadora. Cuando la vi detrás de la barra del pub que solíamos frecuentar, me quedé prendado de su belleza, tenía unos ojos grandes y negros y una sonrisa que iluminaba el bar, le hice un gesto y se acercó para saber que queríamos tomar, pero mi bocaza soltó una grosería y se fue de allí dejándonos con su jefe, un hombre corpulento y cara de pocos amigos. Mi amigo pidió dos cervezas y se disculpó en mi nombre, recuerdo que me enfadé, pero después de escuchar su explicación vi que tenía razón. Aquella chica era nueva, joven e inexperta con los hombres, no era como las mujeres que yo había conocido hasta entonces.

Durante días, mi amigo y yo, fuimos a verla. Mi manera de tratarle había cambiado, y ella lo notaba, era amable y siempre estaba pendiente de todo, llegó un momento que se había aprendido lo que tomaba cada cliente habitual y, al vernos entrar, ya lo preparaba. Su jefe tampoco era el matón que nos quiso vender el primer día, más bien lo contrario, era un hombre generoso y divertido que siempre estaba dispuesto a escuchar un chiste malo.

A la vez que mi hermano aprendía con Conrado como maestro, o eso pensaba, Maribel y yo fuimos intimando. La solía esperar al finalizar la jornada para acompañarla a casa. Vivía en una zona de familias trabajadoras, humildes pero honradas. Compartía piso con otras dos chicas, dos estudiantes que venían de Extremadura para hacer la carrera universitaria. Mañana sigo contándote, tengo sueño. —Dijo.

Se hizo el silencio y no tardé en dormirme, la historia que contaba Diego sobre su vida, era como los cuentos que te leían de niño al irte a dormir…

Por la mañana, me despertó antes de la hora, se metió en mi cama, bajó el pantalón y me violó de nuevo, aquella vez sentí que lo hacía con rabia, me cogía con mucha fuerza y al empujar me dolía más que otras veces, una vez terminó me empujó contra el colchón, apretó mi cara contra la almohada y me dijo:

—no sabes cuánto te odio…

Me quedé dolorido y confuso por aquella conducta tan variable, el día anterior era un buen compañero y ahora me odiaba, ¿por qué? ¿Qué había soñado durante la noche para provocar tal hecho?

La sirena para levantarse sonó y él bajó de su cama, yo me senté en la mía y lo miré directamente a la cara,

—Vamos a la ducha —dijo—, ¡estás sangrando! —agregó

—Me has hecho mucho daño, —respondí enfadado.

Mis palabras pasaron sin dolor ni gloria para Diego, cogió la ropa, el neceser y se marchó. Yo le seguí. A lo largo de la mañana no hablamos, pero, sus ojos estaban llenos de furia cuando me miraba. Yo no entendía nada. A la hora de comer me senté en su mesa, no lo quería provocar con mis acciones, sabía a lo qué era capaz de llegar si no estaba allí. Fuimos a hacer la siesta y nos tumbamos cada uno en su litera sin hablar, él se durmió y yo leí alguna de las cartas escritas por mi mujer, junto a las que mandaba fotos de los niños. Por la tarde llovía mucho y estuvimos en el salón común; algunos jugaban a juegos de mesa, a las cartas, a los dados y otros veían una película. Yo prefería leer un libro, así que, cogí uno de la librería y me senté cerca de Diego, que jugaba al póker con los dados. Yo sufría siempre que jugaba al póker, porque si perdía y no tenía dinero o tabaco para apostar, yo era la moneda de cambio y me ofrecía a otros presos como juguete sexual, pero aquella tarde tuve mucha suerte, además de no perder había ganado, y eso, lo tendría de buen humor el resto del día.

Por la noche, se sentó en la letrina y se fumó un cigarro mientras continuó con su relato;

—Quiero que lo sepas todo, Manuel.

—No hace falta, es tu vida y ya está en el pasado. —Contesté.

Diego me miró, dio una calada a su cigarro y sonrió:

—Una noche al llegar a casa, rebusqué por la nevera para cenar algo, cogí pan y queso para hacerme un bocadillo cuando escuché una risas, dejé todo encima del mármol y fui al salón, allí me encontré una escena que no me esperaba, los dos estaban casi desnudos dándose el lote, no hacía falta preguntar sobre lo evidente, Conrado había seducido a mi hermano. En aquel momento sentí asco y me cabreaba que mi hermano lo pasara bien con mi amante, pero en realidad me hacía un favor, si Conrado me sustituía yo también podía hacer lo mismo, dedicaría mi tiempo a enamorar a Maribel, o aquello pensé yo. Una semana más tarde Conrado me invitó cortésmente a marcharme de su casa, me dijo que todo había terminado, que estaba enamorado de mi hermano y era un amor correspondido, yo los observé a los dos, y pregunté:

—¿Dónde pretendéis que vaya?, no tengo trabajo ni estudios…

Conrado me invitó a quedarme en la casa de los invitados todo el tiempo que necesitase, mientras podía buscar empleo y recoger dinero. Yo miré a mi hermano y le pregunté si estaba de acuerdo con aquella decisión, él me dijo que nunca había planeado enamorarse, pero había sucedido y era feliz. Me estaba agradecido por haberlo ayudado, traerlo a casa y darle unos estudios, pero quería tener una relación sentimental con Conrad, como él lo llamaba. También me dijo que ellos querían que siguiera en sus vidas, que él era mi hermano y me quería. Era una extraña manera de demostrar su cariño, pero quién era yo para negarles el amor que todo el mundo busca y, que ellos habían encontrado el uno en el otro. Recogí mis cosas aquel mismo día y me trasladé a la casa de invitados, tal y como había dicho Conrado. Era una pequeña casita de una habitación cocina abierta al comedor/salón y un baño con bañera grande; no era pequeño, a decir verdad, era un espacio muy bonito, decorado con mucho gusto. Me di cuenta de que mi vida empezaba a cambiar, por un lado ya no tendría que acostarme con hombres que sólo me utilizaban, por otro podría buscar el amor de verdad, un amor sincero que me quisiera por quién soy como ser humano, quizás podría intentar llegar al corazón de Maribel.

—Tengo sueño —dije intentando que Diego me dejase tranquilo.

—Tienes razón, es tarde, —respondió tranquilamente—, buenas noche Manuel.

Me tenía totalmente confuso, algunos días tenía reacciones tan agresivas y otros era un compañero tranquilo e ideal, ¿tendría algún problema mental que ni él sabía?

Por la mañana, después de asearnos vino a buscarme un guardia para que lo acompañase, me llevó a ver al asistente social de nuevo.

—Hola Manuel —dijo señalando la silla para que me acomodara—. Ya tengo un lugar para ti; trabajarás los días impares en la cocina, de ayudante de cocina. Quiero que sepas que hay unas normas muy estrictas para los que hacéis trabajos: puntualidad, orden, no problemas, no peleas…, si te saltas alguna quedas fuera —dijo mirándome fijamente.

—Sí señor, entiendo. No habrá problemas conmigo, yo únicamente quiero ser útil.

—Hoy es lunes, así que te esperan en las cocinas a las diez de la mañana para preparar las comidas, allí, el jefe de turno te explicará tus funciones. —Se levantó y llamó al guarda—, mucha suerte.

Eran las nueve y media, tiempo suficiente para ir al patio a darle a Diego la noticia. Él me escuchó y me felicitó, pero me dejó muy claro, de nuevo, a quién pertenecía. También me dijo que si alguien me ponía una mano encima se lo dijera… Me marché a las cocinas y me junté con otros presos, que como yo, querían dedicar parte de su tiempo con alguna labor provechosa. Allí me explicaron todas las tareas que debíamos tener listas para la una. Yo era el novato, me tocó pelar todas las patatas del mundo…, llegó un momento que la piel de las manos estaba arrugada por culpa de la humedad, pero incluso aquello, era mejor que estar todo el tiempo en el patio. Una vez terminada la comida, la llevábamos al comedor, allí otro grupo se dedicaba al servicio de bandejas. Nosotros regresábamos para limpiar la cocina, cuando llegábamos al comedor, todos los demás habían terminado y comíamos con tranquilidad, algo que era de agradecer. Al terminar recogíamos las bandejas y regresábamos a la celda para descansar.

Ya el primer día, al entrar en nuestra celda recibí un puñetazo, miré a Diego y pregunté aturdido,

—¿Y esto por qué?

—No me gusta nada que estés en la cocina…

—Pero si cuando te lo he explicado lo has aprobado. No puedes entender que no me gusta estar todo el tiempo sin hacer nada…

—Has cogido el trabajo para alejarte de mí, no creas que soy tonto… Si me entero de algo que no me guste te arrepentirás. —Dijo enfadado y tirándome del pelo añadió—, ni se te ocurra contar lo que pasa en ésta celda, ¿entiendes?

—Sí, lo entiendo, —respondí titubeando.

Me soltó y subió a la litera, yo me tumbé en la mía y cogí un libro para leer, pero no podía concentrarme, ¿habría hecho bien en pedir un trabajo o me causaría más problemas de los que ya tenía?

El martes no me separé de él en todo el día, para que viese que la decisión que yo había tomado no era con intención de alejarme, aunque realmente en mi cabeza aquella era la principal causa. Se le veía feliz, me sonreía y me hablaba con respeto. Al llegar la noche, se sentó en mi cama y continuó contándome su vida.

—Con aquellos cambios que se avecinaban quería enderezar mi vida del todo, convertirme en un joven normal, tener una pareja y quizás formar mi propia familia. Maribel y yo empezamos a salir formalmente; gracias a mi amigo, encontré trabajo como guarda de seguridad en la puerta de una discoteca de alto standing, allí solían ir amigos de Conrado, también él con mi hermano y Maribel los días que libraba en el bar se acercaba hasta allí para tomarse una copa.

Los meses pasaban y cada vez estaba más asentado, Maribel y yo cogimos un apartamento para vivir juntos, fue un paso importante, nunca había convivido sólo con una mujer, pero aquello no me daba miedo, estaba totalmente entregado. Yo ganaba suficiente para los dos y le pedí a Maribel que dejase el bar de copas, que buscase algún empleo diurno, ella accedió, estaba un poco harta de salir tan tarde y regresar sola hasta casa. Encontró un puesto en una tienda de ropa para mujer, era media jornada, pero le encantaba y a mí me gustaba verla feliz. Por las noches se acercaba a buscarme a la discoteca, algo que al principio me gustaba, pero que poco a poco dejó de agradarme. Los tíos que frecuentaban el local solían tirarle los tejos y, aunque ella no respondía a su llamada, a mí me ofendían. Un día le pedí que dejara de visitarme, que me celaba la conducta de aquellos hombres, pero ella no estaba de acuerdo, ella me pidió que confiase en ella…

Seguía viniendo, pero muchas veces no esperaba a que yo terminara, cogía un taxi y regresaba a casa, yo pensaba que era porque por la mañana se levantaba temprano, pero una noche me indispuse y mi jefe me mandó a casa temprano…

Diego se calló y me miró fijamente, luego sin bajar la mirada confirmó mis sospechas…

—La encontré en la cama con mi mejor amigo, Manuel. ¡Me engañaban! Quisieron justificar sus actos, pero no tenían justificación y yo no podía perdonar aquella ofensa. Cogí un bate de béisbol que tenía en la entrada y los golpeé hasta la muerte, luego me fui a la ducha y los dejé allí. Caminé durante horas, no sé en qué dirección, hasta que llegué a casa de Conrado. Llamé a la puerta y le conté lo que había hecho, mi hermano llamó a la policía y me dijo que no pasaría nada, que no me preocupara…, y de eso ya hace doce años y no he vuelto a saber de ellos.

Todo quedó en silencio, la galería oscura invitaba a dormir, pero no me atrevía a cortar su discurso, pero fue él mismo quién se dio cuenta de ello,

—Se nos ha hecho muy tarde, me voy a mi cama, gracias por escucharme…

Me dejaba, como otras veces, inmerso en la confusión que provocaba su conducta, me tumbé y me dormí pensando ¿cómo se despertará mañana?...

El miércoles fue otro día más, con la pequeña diferencia de mi trabajo en las cocinas. Yo sabía que al terminar de comer y dirigirme a la celda, podía encontrarme a un Diego tranquilo y conversador, o al Diego agresivo que temía por su imprevisibilidad. Al llegar estaba en su litera, parecía dormido, así que yo, me senté a leer, de repente escuché su voz:

—¿Cómo ha ido el trabajo?

—Bien, gracias, nadie se mete conmigo, ya saben que tú eres mi protector, —respondí intentando transmitir tranquilidad.

—Así me gusta, —apuntó—, saben lo que pueden recibir.

—Sí, lo saben, —contesté.

Estuve leyendo durante unas dos horas, parecía mentira, pero estaba tranquilo y fue un tiempo en el que me perdí entre las historias que narraba la novela. Noté que se movía la litera, Diego se había despertado y yo salía precipitadamente de mi nube. Dio un pequeño salto para bajar, me quitó el libro, lo ojeó y luego lo lanzó sobre la cama

—¡Vaya mierda! Anda levanta, nos vamos al salón a jugar una partida.

Le seguí, no era capaz de llevarle la contraria porque sabía lo que supondría. Allí se sentó con otros presos en una mesa, yo me quedé viendo una película muda que daban en la tele; película que provocaba la risa a más de uno pero, que yo, no le encontraba la gracia por ningún lado. De repente uno de ellos se levantó y se abalanzó sobre Diego gritando:

—Eres un tramposo, ¿crees que no nos hemos dado cuenta?

—Yo no he hecho trampas, eres tú que no sabes perder, tío —contestó éste.

La pelea se caldeó, los puñetazos y patadas volaron hasta que llegaron los vigilantes y los separaron, pidieron que hubiera paz y, ellos dos que eran veteranos en éstas cuitas, dejaron de pelear y se dieron la mano, luego regresaron a la mesa y siguieron jugando. Pude observar en los ojos de Diego la rabia hacia aquel hombre y la mirada del hombre crucificando a Diego. Estaba claro que aquella pelea no había concluido, ninguno quería ir a la celda de castigo y esperarían el momento más acertado para finalizarla.

Por la noche, le pregunté ¿qué había pasado?, pero él se subió a la cama y me ignoró; estaba clarísimo que no debía insistir, aquellos momentos que olvidaba que yo existía, eran momentos de los que yo me aprovechaba para sentirme libre.

Aquella semana debía haber tenido visita de mi esposa y los niños, pero no vinieron;; tampoco la semana siguiente, yo estaba angustiado; entre los abusos de Diego y la ausencia de noticias me sentía perdido.

Un día me llegó una carta, era de Gloria. Me senté en un banco del patio para leerla con tranquilidad; en ella me contaba que no volvería a visitarme, que había conocido a un hombre y se marchaba con él y los niños a Argentina, luego contaba mil explicaciones del por qué, pero era algo que no me importaba. Era una noticia que me rompía por dentro, mis niños a miles de kilómetros de mí, ¡mis niños!, nunca lo hubiese imaginado; me vino a la mente la historia que me había contado sobre su novia, ¡maldita sea! Juré mi venganza, conseguiría recuperar a mis hijos y volver a España juntos. Se acercó Diego para preguntarme, pero le pedí que en aquel momento no, que le explicaría todo en la celda, el asintió y me dejó solo. Notaba como mi cuerpo flojeaba, me dolía el corazón y mis ganas de llorar reflejaban todo aquel sentimiento. Doblé la carta y la guardé en el bolsillo, me quedé absorto, pensando en mis pequeños, pensando que todavía me quedaban más de tres años de condena y, quizás, después de tanto tiempo los dos pequeños ni se acordarían de mí.

Por la noche, tal y como le había dicho, se lo conté a Diego, entonces salió el Diego comprensivo, me dijo que no me preocupase, que los hijos siempre recuerdan a su padre y, que la puta de mi mujer, se merecía encontrar un hombre que le diese una buena paliza, así se daría cuenta lo que había perdido.

—Gracias tío, no sé ni qué debo sentir hacia ella ahora, la he amado tanto…

—Venga chaval, coge uno de esos libros tuyos y olvídate —dijo dándome unos golpecitos en el hombro—, además, de momento tampoco puedes hacer nada hasta que salgas —añadió.

La noche fue larga, nada calmaba mi ansiedad; no podía concentrarme en la lectura, ni dormir, soñaba despierto en aquel fatídico día, que entró la desgracia en mi hogar y me lo estaba arrebatando todo…

Habían pasado unos días y yo seguía en mi mundo, cuando de repente entraron en nuestra celda tres tíos, a cada cual más grande. Venían buscando a Diego, éste recibió una fuerte paliza y para rematar la demostración de poder me cogieron y me follaron uno detrás de otro, mientras Diego miraba desde el suelo. Cuando terminaron, nos dejaron allí tirados, sin decir palabra, pero yo sabía que aquello era el cierre de oro, a la pelea comenzada en el salón días antes.

—¿Diego? ¿Estás bien? —pregunté preocupado por la cantidad de sangre que tenía en el rostro.

—Sí, ayúdame a subir a mi cama, —dijo mientras, a duras penas, conseguía levantarse del suelo.

—Mejor te acuestas en la mía,

—¡No!, ayúdame y podré subir.

Con un poco de esfuerzo por su parte se apoyó en la litera, le puse mis manos para que subiera un pie, luego se aupó y se arrastró sobre el colchón. Mojé una toalla y limpié la sangre que brotaba de su ceja, su nariz y su labio; él se agarraba el torso, aquellos bestias le habían dado con todas sus ganas, seguramente le habían roto alguna costilla.

—Diego, has de ir a enfermería, puedes tener algo importante.

No sé cómo se me ocurrió decir aquello, Diego me miró sin decir palabra, pero con su mirada lo dijo todo. Menos mal que no podía moverse, de no ser así, con seguridad me hubiese pegado.

—Nada de enfermería Manuel, no se te ocurra decir nada de esto.

—No te preocupes, ¿pero sabes que me preguntarán? —respondí.

—Sólo di que estoy indispuesto, sólo si te preguntan…

Me marché a la cocina, ya que me tocaba turno. Vi a los tres hombres en el comedor, comiendo, como si nada hubiese ocurrido y, aquello me enfureció. Empezaban a nacer en mí sentimientos que nunca había experimentado, el odio y las ganas de venganza. La cárcel sacaba lo peor de mí y lo notaba día a día.

Al regresar a la celda Diego no estaba, le pregunté a uno de los vigilantes y su respuesta fue:

—Métete en tus cosas.

Pensé que se habrían dado cuenta de su dolor y lo habían llevado a enfermería. Estuve esperando toda la noche a que regresara pero no fue así. Por la mañana en las duchas escuché que un preso había fallecido, pero no presté mucha atención, no quería estar demasiado tiempo allí sin Diego. Una vez en el comedor, mientras almorzábamos, se sentaron a mi lado los hombres que le dieron la paliza y me dieron la noticia… Diego había muerto por un derrame interno.

—Pero no te preocupes cariño, yo te cuidaré —dijo el más musculado de los tres.

No podía ser, ahora que casi había conseguido entender a Diego; con todo lo que había aguantado volver a empezar y, ésta vez, el hombre no tenía pinta de ser considerado. Estaba alucinando, cogí el cuchillo de la mantequilla y me levanté amenazando a aquellos que querían hacer de mí su juguete sexual.

—Dame eso, anda. —Dijo muy tranquilo.

—¡No! No me vais a tocar, quítatelo de la cabeza… —respondí temblando.

Nadie estaba haciendo caso de lo que pasaba, ni los guardias que observaban desde lejos. El hombre me cogió el cuchillo y me agarró de la nuca para acercarse a mi oído:

—Tonterías cómo ésta las justas, ¿entiendes? —Susurró—, podemos hacerlo a las buenas o a las malas, mira que le pasó a tu compañero —añadió.

Asentí con la cabeza y me senté de nuevo, me di cuenta de que era mucho más influyente que Diego, éste tenía controlados, incluso, a los agentes. Se había terminado mi vida…

Aquel cabrón no solía tocarme, pero me vendía a otros, me obligaba a participar en tríos y lo peor fue cuando una noche, el vigilante nocturno, se coló en mi celda y me dijo que tenía que hacer lo que él quisiera, o me encerraría en la celda de castigo bajo cualquier excusa. Ya no me quedaba nada; mi mujer, mis hijos, mi libertad, mi hombría, mi dignidad…

Quiero dejar éste mensaje, para aquellos que dirigen ésta cárcel, los guardas que son íntegros y hacen su trabajo siguiendo las normas. Les pido que no cierren los ojos ante los abusos que vivimos algunos, la crueldad y la inquina que sufrimos. No soy sólo yo, pero serviré de cabeza de turco para intentar poner luz a ésta injusticia.

Díganle a mi esposa, que la perdono, que cuide de nuestros hijos. Que yo, me llevo conmigo todos los buenos momentos; el día que la conocí, el que me dijo "sí, quiero", el nacimiento de nuestros tres hijos…, que siento, no haber sido mejor marido y padre, que intenté hacerlo bien pero no supe.

He dejado un regalo sobre mi colchón, era algo necesario…

Adiós, mundo.

Cuando el guarda terminó la carta miró en su cama y, al levantar la sábana encontraron al hombre que abusaba de Manuel con un cuchillo clavado en la yugular…

Magda Guarido Jonema.

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