Aire fresco (08/05/2005)

12.04.2023

Se suele decir que las cosas suceden cuando menos te lo esperas, a veces incluso, algunos atrevidos dicen que tenemos el destino escrito y que nada ni nadie puede cambiarlo. Aquí estoy, una mujer octogenaria sentada en su escritorio para contar la historia que hizo que mi vida cambiase de repente…

Como todos los miércoles, desde los dieciséis años de edad, me dirigía a la gestoría para entregar las facturas y los albaranes de la oficina, "todo negocio necesita de un gestor que le lleve las cuentas si quiere que hacienda no se le eche encima" —voceaba Don Fabián—, justo antes de decirme: —"Tendrás que ir al despacho de Pérez a llevar estos documentos. Intenta no entretenerte demasiado".

Pues ahí me encontraba yo, con mi mata de pelo rizado hasta los hombros, el rimel de una tienda de todo a cien y los labios color fresa ácida, color de moda para aquel entonces. Podéis imaginar: centro de Madrid, once de la mañana, tu jefe esperando a que regreses ya antes de que te hayas marchado a hacer las gestiones, andar sorteando a las personas que caminan apresuradamente por la gran vía madrileña, el calor habitual en pleno mes de julio recalentando mis alborotadas ideas y, las gotas de sudor haciendo carreras desde el canalillo que dibujan mis pechos hasta el ombligo. La camiseta de tirantes, parecía el más denso abrigo de visón en aquellos momentos y el aire se filtraba por mi nariz como si estuviese en el interior del mismo infierno. Pero bueno…

Cuando llegué al edificio, me fijé (imposible no hacerlo) en la enorme placa enunciativa que tienen junto a la puerta de hierro, "Gestoría Sánchez & Pérez". Una vez dentro me encontré que había cinco personas esperando en la sala y me dispuse a hacer lo mismo.

Mi curiosidad, algo que siempre aflora en los momentos más inesperados, originó que analizase minuciosamente uno a uno a los presentes.

El primero de ellos estaba sentado junto a la puerta, era un chico jovencito, no tendría más de diecisiete años, seguramente algún aprendiz de administrativo al cual sus jefes explotaban por unos míseros cincuenta euros a la semana yendo de aquí para allá haciendo recados sin aprender nada del oficio. A su izquierda se situaba algo que parecía un matrimonio, aunque estaban tan distanciados que esa apreciación, simplemente queda en intuición personal… Ella mostraba un aspecto distinguido, vestía un traje chaqueta color miel y calzaba un zapato de salón negro a juego con el bolso de mano, él llevaba un jersey gris y un pantalón vaquero desgastado, mirando sus pies se notaba que no había puesto ningún interés a su indumentaria, pues estaban provistos de unas sandalias de color marrón oscuro y un calcetín negro, algo totalmente reñido con cualquier tipo de moda. Sus caras reflejaban aburrimiento, quizás por culpa de una vida en desacuerdo llena de altibajos matrimoniales, o incluso, una amante procedente de alguno de aquellos viajes de empresa que él se saca de la manga cada dos por tres y que, para colmo, se persona pasado un tiempo para presentarle a su bastardo, fruto de una de sus tórridas noches de lujuria y desenfreno en el hotel de carretera. Frente a mí se sentaban un par de ancianos, dos hombres de semblante serio, con la indumentaria habitual de las personas despreocupadas por su aspecto: pantalones grises llenos de mugre, camisa de hace días, a la cual no se le había presentado la plancha a lo largo de su existencia, zapatillas caseras y, las boinas para cubrir sus cabezas carentes de pelo de las intemperies. Agarraban entre sus brazos dos pequeños maletines idénticos entre sí, ¿guardarían en ellos los papeles que implicaban a algunos altos cargos o mandatarios de nuestro país en negocios sucios y enmarañados? O, ¿simplemente serían los papeles de una herencia que nunca llegaron a cobrar, porque su anciana madre vivió hasta los ciento cinco años? Fuere cual fuere el secreto que allí escondían, debía ser algo de vida o muerte para ellos, pues constantemente miraban de una manera pendenciera al resto de usuarios de aquella sala.

El reloj de la pared marcaba persistentemente cada segundo, aquel clock-clock, penetraba en mi cerebro, como los gritos de Don Fabián cuando me llama para dictarme una carta que va dirigida a algún deudor, ¡¡Almudena!!

El tiempo transcurría lento pero inexorable, al fin era mi turno y cuando entré en el despacho que habitualmente ocupaba el Sr. Pérez me encontré delante del hombre más apuesto que había visto en mi vida… Debía medir metro noventa por lo menos, pelo requeté peinado hacia un lado, una perilla perfectamente recortada y acicalado con un pantalón de pinzas color negro y una camisa amarilla clara, que mostraba su primer botón desabrochado, ¡sin corbata!, y una sonrisa que iluminaba todo el despacho. Cuando me preguntó ¿Qué quería?, el cielo se abrió repentinamente y de él bajó un coro de ángeles que acompañaban su dulce voz con música de arpas y campanillas. En aquellos momentos mi rostro, debía ser como los de aquellas niñas que ven a su ídolo en un concierto por primera vez, cuando después de hacer cola durante catorce horas, consiguen entrar de las primeras y están espachurradas contra la barandilla de protección en primera fila, pero todo aquello les da igual, porque vale la pena si consiguen estar una décima de segundo frente a su deseado e idolatrado personaje.

De repente farfullé algo similar a:

—Vengo a traer estos papeles, soy del despacho de Don Fabián.

Su risa no hizo más que empeorar las cosas, pues mi lengua empezó a enredarse entre mis dientes y de mi boca, salían sólo tonterías, cada vez más extrañas y ambiguas. Se cubría la sonrisa disimuladamente para que no lo viese, pero la comisura de los labios se insinuaba entre los dedos y eso, aún me ponía más histérica. Cuando conseguí frenar mis nervios y la serenidad hizo acto de presencia, me explicó que era nuevo y que no conocía a Don Fabián así que le conté la historia de mi jefe, de la empresa y parte de la de mi vida, pues llevo trabajando para él desde que empecé en esto de la venta de seguros, hace ya doce años. Finalmente y después de entregarle las facturas y albaranes, reír por los descosidos e intercambiar opiniones diversas sobre política exterior (de la cual no tengo ni idea y sólo escuchaba un batido de palabras sin sentido para mí, mientras asentía con la cabeza y también eclesiástica (de la que pude hablar, porque tengo un hermano que está estudiando para ello, de no ser por eso, me hubiese perdido entre claustros, bóvedas y retablos del s.XVI), me invitó a tomar un café en el bar de la esquina al terminar nuestra jornada de trabajo y acepté, como no podía ser de otra manera.

Después de aquella cita siguieron muchas más y al año nos casamos.

Los primeros meses fueron perfectos, como para todos los recién casados supongo. Pero una tarde, Francisco regresó de una comida de empresa habiendo tomado alguna copa de más, empezó a abrazarme y besarme, me pidió sexo a lo que me negué, yo no quería tener relaciones de aquella manera pero él se me echó encima y me forzó, cuando terminó me besó y me dio las gracias. No me lo podía creer, jamás hubiese pensado que pasaría por una situación así. Francisco se quedó dormido y yo me fui a la ducha, no pude evitar llorar durante unos minutos. Aunque era mi marido y lo amaba me sentía sucia.

Aquella noche no preparé cena, me quedé dormida en el sofá. De repente a media noche Francisco me despertó, me pidió perdón mil veces, que todo había sido producido por el alcohol, que me quería muchísimo y no volvería a pasar nada parecido. Yo lo pensé bien y lo perdoné, me creí todas y cada una de sus palabras, reconocía haber abusado de mí, de mi confianza y de mi amor.

Aquel incidente quedó en el pasado y, aunque nunca lo olvidé, dejé que no influyera en nuestro presente ni en nuestro futuro.

El tercer aniversario de bodas lo celebramos con familia amigos cercanos haciendo una barbacoa, fue un día divertido y volví a ver al hombre del que me enamoré. Por aquel entonces, los dos, seguíamos trabajando en los mismos lugares de trabajo que cuando nos conocimos y decidimos que como él era socio y ganaba suficiente, yo podía dejar de trabajar e intentar quedarme embarazada. Ser madre era algo que yo siempre había querido.

Hacíamos el amor todas las veces que podíamos pero no lo conseguíamos, al final fuimos al médico para que nos mirase y encontrara el por qué. Nos hicieron pruebas a los dos y, lamentablemente, yo era infértil, jamás conseguiría quedar en cinta. Aquella noticia fue un hachazo para los dos, me abracé a mi marido y exploté a llorar y nos fuimos a casa.


continuara...

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