Inocencia Perdida

Inocencia Perdida, es la primera novela de Magda Guarido Jonema, la primera parte de una trilogía que nos narra la vida de Esther, desde su juventud hasta su edad adulta.

Una vida difícil y dónde se darán la mano muchos elementos y personajes que nos harán esclavos de la lectura; formarán parte del argumento las drogas, malos tratos, alcohol, o prostitución, temas muy actuales y que son tratados con la crudeza que demanda un buen texto para un buen lector.

LEE EL CAPÍTULO 1

Clara era una chica de dieciséis años que había nacido en Barcelona. Siempre había sido una niña despierta y avispada, delgada, con una piel morena y una melena a la altura de los hombros de color canela. Sus ojos verdes hacían que su mirada fuese atractiva y cautivadora, y se había situado seductoramente un lunar en la parte derecha del labio superior. Por su físico, aparentaba más edad de la que tenía; estaba muy feliz de no haber tenido nunca novio y ser todavía virgen, no entendía que muchas de sus amigas ya hubiesen tenido su primera relación sexual y les decía que quería estrenarse con alguien especial de verdad, con el amor de su vida o incluso, por qué no, con el que sería su marido. Sus amigas opinaban que eso eran tonterías, que estaba pasado de moda, pero Clara sonreía y seguía jugando a ser mayor.

Hija de madre soltera, siempre había vivido entre prostitutas; su propia madre practicaba esta profesión desde joven.

Era una gran estudiante, tanto daba que fuera Historia, que Ciencias... siempre sacaba notas por encima de la media. Todo ese esfuerzo buscaba conseguir el gran sueño de su vida: ser maestra de niños pequeños.

Una noche estaba estudiando sobre su cama para un examen importante, vestida como siempre que estaba por casa con una camiseta larga y la ropa interior, cuando de repente entró su madre rápidamente y tras ella un hombre que la empujaba.

-Clara, ve a mi habitación y ciérrate dentro -dijo la madre muy nerviosa.

Ella obedeció asustada, saltó de la cama y corrió hacia la alcoba de su madre, pero no le dio tiempo: tras ella entró aquel hombre nervioso y fuera de sí, bloqueó la puerta con una silla y empujó a la niña sobre la cama. Clara se quedó paralizada y en décimas de segundo se encontró rodeada por los brazos sudorosos.

-¡¡Mamá!! ¡¡¡Mamá, por favor!!!

El hombre la desnudó a la fuerza, le arrancó la camiseta y el pequeño sujetador dejando a su antojo los bellos pechos de Clara; se desabrochó el pantalón mientras forcejeaban.

Al otro lado de la puerta estaba su madre muerta de miedo, abrazaba un pequeño osito de peluche que la niña tenía desde muy pequeñita mientras le resbalaban las lágrimas. El hombre le abrió bruscamente las piernas, bajó la braguita de la joven y la penetró sin pensárselo. Los gritos de dolor que se escucharon fueron desgarradores, luego el sonido de una bofetada y el gélido silencio.

Clara sentía a aquel hombre en su interior, sus ojos permanecían cerrados, no quería ver el rostro de aquel que le estaba robando su más guardado tesoro. Notaba caer las gotas de sudor en su cuerpo, no entendía aquella situación tan inesperada como desagradable. Ya no gritaba, solo estaba en silencio deseando que terminase pronto y se marchara. César mordió los pezones de la niña y esta chilló de dolor; él puso su mano sobre la boca y continuó con el acto más degradante para una mujer. De repente, inspiró y sacó repentinamente el pene del interior de la chica dejando caer el semen sobre el vientre, lamió la cara de Clara y se levantó. La joven sintió aquel líquido caliente resbalando por las ingles, cerró las piernas y, cogiendo su almohada, ya no pudo retener más su llanto.

-No llores, putita; eres un brillante en bruto y ya verás como al final esto te gustará... Eres igual que tu madre -dijo César mientras se subía la bragueta.

Sacó la silla y abrió la puerta, salió y en el pasillo se encontró a Esther en el suelo; seguía abrazada al osito y llorando en silencio. Sus ojos, llenos de odio, se clavaron en los de aquel hombre y este dijo:

-¡Que no vuelva a pasar! O volveré a follarme a tu hija. ¿Me has entendido, cerda?

La cogió de los pelos y la levantó, la besó fuertemente en la boca y se marchó. Esther se acercó a la puerta de la habitación donde estaba la niña. Clara estaba mirando hacia la pared, acurrucada a su almohada. Se acostó a su lado, la abrazó por la espalda y se unió a su llanto.

-¿Por qué, mamá, por qué? -balbuceó Clara.

-Lo siento, cielo, ese cabrón no volverá a ponerte una mano encima, te lo prometo.

Y así, abrazadas, se quedaron dormidas. Llegaba la noche y Esther se despertó con la piel fría y la cara mojada; seguía abrazada a su hija y esta a su almohada, desnuda y también con la piel fría. Cogió una sábana del armario, la echó sobre el cuerpo de la joven y luego se dirigió a su armario. Como cada día, preparó detalladamente las piezas de ropa que iba a ponerse aquella noche; las colocó sobre su cama y se marchó a la ducha. Abrió la llave del agua esperando a que se calentase; poco a poco el vapor llenó el baño y empañó el espejo. Esther pasó la mano por él dejando su reflejo desfigurado, e, inmersa en su propia mirada, le volvieron los recuerdos de aquella historia que le había contado Irene cuando falleció su madre.

Mientras se duchaba se repetía una y otra vez que no dejaría que su hija viviera una vida tan desdichada como la vivida por ella. Lentamente se vestía, ensimismada, cautiva de unos pensamientos que no le dejaban ver demasiadas salidas. Cuando hubo terminado de acicalarse para una noche más de trabajo, y de una manera mecánica, se dirigió a la cocina y cogió un cuchillo de la cocina, lo envolvió en un trapo, lo escondió dentro del bolso y salió a la calle.

Esther había practicado en su juventud durante muchos años el bonito deporte del atletismo. Eso había esculpido en ella un bonito cuerpo, delgado pero fibrado y duro, con las curvas precisas para convertirse en una preciosa mujer. A la temprana edad de ocho años, fue capitana en el equipo de su escuela. Ya allí comenzó a ganar las medallas y copas que ahora adornaban su salón. Le gustaba cuidarse, por eso seguía corriendo varios kilómetros cada día y así mantenía en forma el cuerpo y la mente despierta.

Había crecido en un pequeño pueblo del extrarradio de Barcelona, un lugar donde las infraestructuras eran escasas y los estudiantes podían escoger entre el fútbol, el baloncesto, el atletismo o la natación, aunque para este último debías disponer de buenos ingresos porque los cursillos no estaban subvencionados y eran algo caros para algunas familias.

Los padres de Esther aprovecharon la pasión que tenía por correr para apuntarla desde muy pequeña a la actividad más económica y allí conoció a César. Era el año 1976. En el pabellón de deportes habían contratado a un nuevo específico para que se dedicara a las corredoras que mostraban cualidades para la competición, y así poder llevarlas a eventos escolares; el resto seguiría con el antiguo, perfeccionándose en la técnica.

Por aquel entonces Esther tenía catorce años y su cuerpo estaba algo más desarrollado que el del resto de las chicas de su edad. Era una chica alegre e independiente, acostumbraba a rodearse de chicos y chicas de cursos superiores, pues pensaba que los de su edad eran «infantiles». A César le llamó la atención desde el primer día, cuando, al llegar a la pista, la vio acercarse con sus zapatillas colgando del hombro, su mini pantalón de espuma y la camiseta de tirantes ceñida, que marcaba sus para entonces pequeños y redondos pechos. Iba riendo y jugando con Marina, su fiel amiga y compañera desde el parvulario.


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